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26/2/12

Mi última jefa


Por: Jesús Silva R.

Vivo historias que no me dejan espacios para crear fantasías. Lo excitante de la realidad supera la ficción. ¿Leyenda, verdad o simple ironía literaria? Hablar de ella es un ejercicio atrevido para retratar algunas “dulces verdades” que explican por qué la burocracia y la oficina no son lugares adecuados para provocar romances. 

Joven, alta y de familia europea, era mi jefa. Su origen es tan ilustre, que cuentan que su tatarabuela fue quien financió la expedición de Colón para invadir nuestra América. Su piel caucásica y traslúcida vestía elegantes sedas y finos linos de colores invernales en verano, su disciplina era inflexible en el horario de 8 a 4. 

Desde lo más alto de la empresa, su ciencia estaba al servicio de una conspiración del Municipio Chacao. Aunque desde su agraciado cuello de cisne hasta sus fuertes tobillos, todo fuera tela, por motivos inconfesables nada me impidió notar la voluptuosidad de su fascinante figura.

Nazionalista de perfectos ojos negros y maestra de la diplomacia gentil, la espectacularidad de sus conocimientos doctrinales sólo podía compararse al poder de seducción que emanaba de su hábil comportamiento en sociedad, tanto en la luz como en la sombra. Deseada, y por deseada, protegida, su talento y su investidura le bastaban para convencer sobre la idea de “un mundo al revés”; presentando a redentores como pecadores y a villanos como almas redimidas. 

Ella empresaria del Opus Dei y yo un sindicalista con aires de Robin Hood. Una muralla de convicciones sociales nos distanciaban. Ella con poder, fama y acciones en la bolsa de Caracas; yo en la trinchera valiente y solitaria del antipoder y la convención colectiva. 

Era la disputa entre Goliat y David. El capital y el trabajo. El sistema le concedía la peligrosa facultad de liquidar adversarios y aunque su maestría para vencer torcía la realidad, todo parecía salirle bien. La vida cruzó nuestros caminos para enseñarme a sobrevivir en minoría, a resistir para existir con dignidad.

Así como la Reina Isabel administra Inglaterra, ella lo hacía dentro de su diminuta burbuja gerencial, pero a diferencia de la Monarca Británica, ella ordenaba el psicoterror laboral, prohibición de vacaciones y como si fuera poco, descontaba cesta tickets. 

Hizo de su cargo un reinado indefinido y de su plaza una Base Naval como Guantánamo, mientras que mi fetichismo irremediable cuantificaba sus pecas. Era un recinto infrahumano para quienes no se rendían mansamente ante las depravaciones derivadas de la malentendida jerarquía y el abuso de poder. 

Finalmente, convertida en mi ex jefa gracias a mi irreverente renuncia, esa irreprochable dama del Country Club y despiadada patrona explotadora, sufrió la protesta de los asalariados, esos mismos del sindicato que nunca pudieron igualar el brillo de sus cabellos largos, ni estudiar en el Champagnat ni acercarse a la maravillosa teoría de su ciencia administradora. Había estallado el gran paro laboral. 

Cuentan que pretendieron arruinar su gloria con acusaciones criminales, aunque sus maniobras con dólares prohibidos terminarían en el baúl de los tabúes y una investigación fiscal que más tarde fue archivada. Tal vez una estrella hebrea secó la sangre de su pasado  aventurero y la bendijo con lápices para cejas y genuina intelectualidad. 

Finalmente, indultada y admirada por quien hoy escribe esta historia, ella hoy sabe que habría dado tanto por rescatarla, llevarla de la mano al paraíso de mi barrio donde todos los relojes se detienen y abrazarla mucho después de las 4 PM antes de decirle adiós.